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Hans Christoph Buch

Hans Christoph Buch (Wetzlar, 1944), narrador, ensayista y reportero, es uno de los autores alemanes contemporáneos más importantes de la generación de los llamados "veteranos del 68" (Altachtundsechziger).

Incansable y perspicaz viajero, trabaja regularmente como reportero desde zonas en conflicto para grandes periódicos alemanes, y ha publicado decenas de títulos, entre los que destacan la llamada Trilogía de Haití, el libro de relatos Unerhörte Begebenheiten y, más recientemente, Blut im Schuh (Sangre en los zapatos), un libro incomparable y estremecedor, mezcla de reportaje y ensayo, publicado en la prestigiosa colección Die andere Bibliothek, coordinada y dirigida por Hans Magnus Enzensberger en la editorial Eichborn.
Su primer viaje a Cuba tiene lugar en 1978. Entonces usted formaba parte de la delegación de Berlín Occidental al Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Las impresiones de ese primer contacto quedaron recogidas luego en el reportaje "El realismo socialista también está permitido…", publicado primero en la revista 'Konkret' y más tarde, en forma de libro. Aunque en ese texto se percibe cierto tono sarcástico, se reconoce en él también cierta esperanza de que la revolución cubana avanzara todavía por caminos independientes a los de la Unión Soviética. Sin embargo, esa fue precisamente la época en que la sovietización del país se encontraba en pleno apogeo. ¿Se dieron cuenta de ello en la delegación de la que usted formaba parte? ¿Se debatió sobre el tema después del viaje?

Mi viaje a La Habana en julio de 1978, con motivo del Festival Mundial de la Juventud, fue mi primera impresión visual, in situ, pero a diferencia de la mayoría de los miembros de la delegación de Berlín Occidental, que pertenecían al SEW (la versión occidental del PSUA de la RDA [partido comunista]), regresé de Cuba sin euforias de ninguna índole. Aunque no era comunista ni miembro del SEW/DKP, me consideraba un marxista, si bien no en el sentido ortodoxo del bloque oriental, sino en el del movimiento estudiantil de 1968, tan marcado por gente como Rudi Dutschke, Herbert Marcuse y otros precursores —a Marcuse, por ejemplo, lo había conocido personalmente un año antes en San Diego, California—.

El movimiento estudiantil se había fragmentado entonces en numerosos minipartidos que intentaban superarse mutuamente en radicalismo: había maoístas, trotskistas, guevaristas, pero sobre todo estaba la RAF (Fracción del Ejército Rojo), cuya violencia terrorista tuvo su fin en el otoño de 1977 con el suicidio de Baader, Meinhof y Gudrun Ensslin, tres personas a las que conocía personalmente.

Por esa época simpatizaba con el eurocomunismo, y creía en una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo real, una vía que vinculara la lucha política (no militar) contra el imperialismo, con la crítica a la esclerotización burocrática en la Unión Soviética y en la RDA: desde ese punto de vista, el Tercer Mundo conservaba todavía cierto estado de inocencia, y por ello era el sujeto y el objeto ideal de la revolución.

Ciertamente, ya por entonces sospechaba que Cuba había adoptado el modelo soviético, que se había burocratizado y esclerotizado considerablemente, pero no quería ni podía aceptarlo del todo. Sin embargo, el hecho de encontrarme en las calles con policías de civil que nos separaban de nuestras parejas de baile, me sirvió de lección en ese sentido.

No obstante, continué aferrado a la ilusión de que Cuba marcharía por un camino diferente al de la URSS o al de la RDA, y sólo mucho más tarde pude distanciarme de la posición condescendiente de decir: "Es cierto, pero…", una postura que entonces me parecía dialéctica, y pronunciarme por un rechazo terminante del totalitarismo en cualquiera de sus formas.

Quizás el carácter variopinto y el encanto erótico de Cuba —muy opuesto a la tristeza sombría de la vida cotidiana en la RDA— alimentaron ese autoengaño que sufrí entonces, aunque ya por esa fecha estaba muy al tanto del caso Padilla y de sus consecuencias. También Hans Magnus Enzensberger se distanció más tarde del castrismo, y cuando lo apoyó siempre lo hizo con poco entusiasmo, y él, precisamente, había sido un modelo político y literario para mí y para muchos autores de mi generación.

Este doloroso proceso de aprendizaje del castrismo se percibe con exactitud en otro reportaje publicado en 1996, también por la editorial Suhrkamp, 'Museo de la revolución'. Allí ha desaparecido todo entusiasmo, el otrora hombre de izquierdas, escéptico pero esperanzado, se ve ahora confrontado con la terrible realidad del llamado Período Especial en Tiempos de Paz. Su ojo crítico, siempre alerta, se ha agudizado. ¿Cómo influyó en usted esta segunda visita?
1995 no fue mi segunda, sino mi cuarta visita a Cuba. En 1984, de tránsito hacia Nicaragua, donde había sido invitado por el ministro de Cultura sandinista Ernesto Cardenal, hice una parada en Cuba, junto con otros internacionalistas germano-occidentales que debían construir un pueblo en la selva.

La línea aérea Cubana de Aviación nos exigió dinero por el sobrepeso, el cual consistía fundamentalmente en clavos y herramientas, y tuvimos que pernoctar en el aeropuerto de La Habana, vigilados por policías que nos acompañaban, incluso cuando teníamos que ir al lavabo.

En el periódico Granma, como en Nicaragua, los "contras" eran calificados de "bestias", algo que no me gustó, y aunque durante el viaje de regreso paramos en el hotel Habana Libre, me sentí perturbado por la contaminación provocada por los coches, el polvo y el ruido de la ciudad; me llamaron la atención entonces los pantalones de látex de las policías, de color azul o pardo, tensos encima de sus enormes traseros, fabricados con fibras sintéticas de la RDA, que no sólo eran feos, sino completamente inapropiados para las temperaturas subtropicales.

Once años después, la situación se había agravado aún más: apenas había frutas o verduras, y si no recuerdo mal, una familia recibía un pollo al año. Hasta el ron se había convertido en un producto impagable para un cubano. Había que estar ciego o loco ideológicamente para considerar a Cuba un paraíso socialista.

No obstante, me gustó el país, sobre todo por los germanistas y traductores cubanos que conocí allí: la mayoría de ellos no tenía trabajo, y a diferencia de los satisfechos funcionarios, que asfixiaban todo ápice de creatividad desde su germen, aquellos eran abiertos, sentían curiosidad y hablaban el alemán de manera excelente.

Lo que me gustaba de La Habana, el encanto erótico de la ciudad, había sobrevivido no a causa, sino a pesar de ese Estado totalitario que ahogaba toda iniciativa personal. Recuerdo también el ejemplo del ex diplomático y experto en Asia al que menciono en ese reportaje, Gabriel Calaforra, que había sido encarcelado a raíz de la fundación de un partido socialdemócrata.

En uno de sus textos ha hecho suya la sentencia de Goethe: 'Nadie deambula impunemente bajo las palmeras'. En cierto sentido, algo similar le sucedió a raíz de sus viajes a Cuba y de su amistad con intelectuales cubanos de dentro y fuera de la Isla. Sin embargo, existe todavía gente de la antigua y la nueva izquierda que siguen exaltando a Cuba como ejemplo de una alternativa para el mundo. ¿Cómo usted se explica esa persistencia de una idea varias veces revelada como completamente falsa?

"Nadie deambula impunemente bajo las palmeras" es una frase del personaje de Otilia en la novela de Goethe Las afinidades electivas: "Cuánto me gustaría escuchar los relatos de Humboldt". Con ello, Goethe, a través de su amigo Alejandro de Humboldt, tiende un puente hacia Sudamérica, pero no pudo pensar al escribirlo en el socialismo de Fidel Castro (ni siquiera en un sentido figurado), ya que Goethe no era un profeta.

La máxima se convirtió más tarde en una frase hecha, y en el período del Káiser, cuando Alemania se convirtió en una potencia imperialista con colonias en África y el Pacífico, lo primero en que se pensaba al escucharla eran las enfermedades tropicales como la fiebre amarilla, la malaria o la sífilis, las cuales vendrían a ser un equivalente del actual sida.

Pero no creo que la frase tenga nada que ver con la supervivencia de esa fe pueril de los comunistas en una sociedad liberada en la que se suprimen para siempre la explotación y la opresión: esto habla más del que lo dice que del destinatario, y tiene más bien una función compensatoria: la insatisfacción con las injusticias sociales de la democracia occidental, tal como siguen existiendo, es proyectada a una lejanía exótica, donde supuestamente reinan condiciones paradisíacas: las islas del Caribe o del Pacífico siempre fueron pantallas de proyección de tales anhelos y miedos, y en el inconsciente colectivo el Infierno está justo al lado del Paraíso, por eso el hecho de que una cosa pueda convertirse en la otra ya no sorprende a nadie.

Más importante que cualquier ideología es el erotismo, que rima con exotismo, y este mecanismo psicológico explica por qué precisamente Cuba se ha convertido en el destino y el refugio preferido de las utopías de izquierda, a pesar de —o precisamente debido a— que la dura realidad desmiente esas ilusiones políticas.

¿Ve alguna señal de renovación teórica o práctica de la izquierda en Alemania o en Europa? ¿Qué piensa de organizaciones tales como "Cuba sí" o, en un contexto global, los llamados "movimientos antiglobalización", los cuales continúan coqueteando con el gobierno cubano?

La crítica radical al capitalismo realizada por Marx (quien, por cierto, no pretendía ser un "marxista") fue y es legítima dondequiera que los ricos se vuelvan más ricos y los pobres más pobres, es decir, en casi todas partes del mundo. En ese aspecto, los críticos de la globalización tienen razón, especialmente si se tiene en cuenta la pronto ya irreparable destrucción del medio ambiente.

Pero la utopía marxista, lo mismo si se autodenomina socialista o comunista, no ha funcionado hasta ahora en ninguna parte, y tampoco ha eliminado la explotación y la opresión, sino que la ha agravado. Por tal razón, cualquiera que justifique, minimice, trivialice o relativice el totalitarismo realmente existente en Cuba o en cualquier otra parte, no constituye para mí un interlocutor válido, ya que no ofrece ninguna alternativa que pueda tomarse en serio.

Pasemos a otro tema. Usted conoce muy bien el llamado Tercer Mundo. Como reportero de guerra para varios grandes diarios alemanes ha estado en casi todos los focos de conflicto de las últimas décadas. En ese sentido, ha experimentado de cerca la brutalidad de ciertas élites locales, las masacres y los genocidios provocados por el odio entre etnias o partidos políticos nativos. La intervención en tales conflictos de fuerzas foráneas, ya sean las fuerzas concertadas de Naciones Unidas o de la OTAN, despiertan las críticas airadas de los extremismos de izquierda, que enarbolan un concepto intransigente de soberanía. ¿Cómo valora esta situación relativamente nueva?

Antes, en la época del colonialismo, era necesario defender la soberanía nacional, pero ésta no es sacrosanta, ni constituye un valor en sí mismo, ya que en muchas ocasiones las violaciones de los derechos humanos, incluido el genocidio, sólo pueden impedirse o detenerse gracias a las intervenciones militares provenientes del exterior, que son mucho mejor si se realizan en nombre de Naciones Unidas en lugar de en nombre de una sola nación.

Desafortunadamente, hay intervenciones de la ONU de segunda clase, como ha sucedido en el Congo o en Haití, donde las tropas de los cascos azules provenientes de países del Tercer Mundo lucran con el comercio de drogas y de armas, en lugar de impedirlo, y llegan incluso al abuso sexual de mujeres y niños.

Yo mismo he sido testigo de cómo los soldados del ECOMOG, en Nigeria, participaban en actos de violencia y en saqueos en lugar de detener dichos actos. No es diferente a lo que sucedía en la Guerra de los Treinta Años en Alemania, donde el asesinato y el saqueo se convirtieron en un fin en sí mismo, mientras los motivos reales de la guerra caían en el olvido: ¡por lo tanto, estamos ante una nueva situación y, a la vez, se trata de un deja-vú histórico!

Se habla ahora en Latinoamérica de un nuevo giro hacia la izquierda. ¿Qué opinión le merece esta nueva situación en el continente americano, donde llegan al poder tantos movimientos populistas que expresan en bloque su admiración por Fidel Castro?

En el encuentro de jefes de Estado latinoamericanos con la Unión Europea, celebrado recientemente en Viena, el presidente mexicano Vicente Fox ha planteado en ese sentido, refiriéndose a Evo Morales y a otros, la respuesta correcta: que el populismo y la demagogia no resuelven los problemas de América Latina, sino que aíslan internacionalmente a Estados como Cuba, Venezuela, y ahora también Bolivia.

La expropiación de la extracción de petróleo y de gas natural suena bien en teoría, pero no ha arrojado resultados positivos en la práctica, como lo demuestra la protesta del gobierno de izquierdas de Luiz Inácio Lula da Silva contra dicha medida. El cierre de las fronteras y la salida del mercado mundial ya no son posibles en el siglo XXI, y las reformas sociales, el respeto a la Constitución y a la propiedad privada son mejores que un pseudoradicalismo en el que se tira al niño junto con la bañera, y que conduce a un fortalecimiento de las estructuras autoritarias.

Lamentablemente, el caudillismo tiene tradición en América Latina, pero España y Portugal han demostrado cómo un país puede liberarse de esa herencia histórica.

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Lars Ericsson

Nació en Värmskog, Värmland. Sus padres fueron el agricultor Erik Eriksson y Maria Jonsdotter. Cuando tenía 11 años murió su padre y tuvo que empezar a trabajar para ayudar a su familia en oficios como ferrocarrilero y minero en Suecia y en Noruega.

En 1867 la familia se mudó a Estocolmo; allí encontró un trabajo en una empresa que fabricaba mayormente equipos de telegrafía. En 1873 recibió un estipendio para seguir especializándose en Suiza y Alemania, en la empresa Siemens. A su regreso en 1876, fundó junto a un compañero de trabajo, Carl Johan Andersson, un pequeño taller mecánico, fabricando instrumentos de medición, pero pronto empezaron a fabricar una versión propia del teléfono, que fue lanzada al mercado en 1876. En 1883 se asoció con Henrik Tore Cedergren, fundador de una compañía telefónica, iniciándose el desarrollo de la empresa conocida hoy como Telefonaktiebolaget L.M. Ericsson.

Después de una exitosa carrera, en 1900, se retiró de la empresa a la edad de 54 años, vendiendo en 1905 todas sus acciones en la compañía. Se retiró a Alby, Botkyrka, donde creó una granja modelo, con avanzados elementos técnicos creados por él. La granja es hoy (2006) una Casa de la Cultura llamada Subtopía. En sus últimos años construyó una granja llamada Hägelby, en Botkyrka, donde falleció en 1926. Su tumba se encuentra en los terrenos de la iglesia de Botkyrka, al sur de Estocolmo y no tiene lápida.
Se cuenta que era una persona exigente, que no le gustaba la publicidad alrededor de su persona y que era muy respetado entre sus empleados. Era un opositor al sistema de patentes y opinaba que muchos de sus productos nunca hubieran sido posibles si el sistema hubiera sido más efectivo. No le importó que una empresa noruega copiara su teléfono, el cual a su vez era una copia de aquel fabricado por Siemens. Nunca vio a su teléfono como un elemento técnico que interesara a las grandes masas, sino más bien como un juguete de la clase alta.

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Hombre, 42 años

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