var isMobileBrowser=false;
-Colagusano, -dijo Voldemort, sin cambiar su tono tranquilo y pensativo, y sin apartar los ojos de cuerpo que se removía arriba-. ¿No te he dicho que mantuvieras a nuestro prisionero tranquilo?
-Si, m...mi Señor, -jadeó un hombrecillo en mitad de la mesa, que había estado sentado tan abajo en su silla que ésta había parecido, a primera vista, estar desocupada. Ahora se revolvió en su asiento y salió a toda prisa de la habitación, no dejando tras él nada más que un curioso brillo plateado.
-Como estaba diciendo, -continuó Voldemort, mirando de nuevo a las caras tensas de sus seguidores-. Ahora soy más listo, necesitaré, por ejemplo, tomar prestada la varita de uno de ustedes antes de ir a matar a Potter. Las caras a su alrededor no mostraron nada menos que sorpresa; podría haber anunciado que quería tomar prestado uno de sus brazos.
-¿Ningún voluntario? -dijo Voldemort-. Dejenme ver... Lucius, no veo razón para que sigas teniendo una varita. Lucius Malfoy levantó la mirada. Su piel parecía amarillenta y cerosa a la luz del fuego, y sus ojos estaban hundidos y sombríos. Cuando habló, su voz era ronca.
-¿Mi Señor?
-Tu varita, Lucios. Exijo tu varita.
-Yo...Malfoy miró de reojo a su esposa, que estaba mirando directamente hacia adelante, tan pálida como él, su largo pelo rubio colgaba por su espalda, pero bajo la mesa sus dedos esbeltos se cerraron brevemente sobre la muñeca de su esposo. Ante su toque, Malfoy metió la mano en la túnica, retirando una varita, y pasándosela a Voldemort, que la sostuvo en alto delante de sus ojos rojos, examinándola atentamente.