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En belleza ninguna divina doncella podía igualarla.
Su cabello oscuro e hipnotizante ondeaba acunando las impetuosas olas del mar que ni el dios Neptuno supo cómo domar, y sus labios, besando el aire adormecido, me susurraban un hechizo tan atrayente como el de mil sirenas, y me obligaban a buscarlos y ascender por sus algodonados rasgos hasta batirme con su mirada. Y allí me encontré con sus ojos que me absorbían, arrastrando mi ansiosa alma para liberarla de un cuerpo ya desmayado y difunto.
Y en ellos me vi como en un sueño, ahogándome en las aguas de la laguna Estigia, pues ella me había consumido hasta el punto de que el barquero no encontró monedas en mis manos, y más tarde yo no hallé lágrimas que acariciasen y sosegasen mis gélidas mejillas
precioso...