Painefilu trataba de disimular sus sentimientos y cuidaba mucho a Painemilla, pero sentía que el mundo se achicaba a su alrededor, que el corazón se le volvía pesado y duro. Que ya no podía levantar la cabeza para mirar a nadie a los ojos.
Con el nacimiento pareció enloquecer: convenció a su hermana de que había parido una pareja de perritos y escondió a los hermosos mellizos que habían recibido en sus brazos. Hizo fabricar un cofre, acomodo en él a los bebes y mando que lo arrojaran en el lago Huechulafquen. En el palacio, Painemilla lloraba desconsolada, mientras amamantaba a dos perritos.
Cuando el inca estuvo de vuelta, no hubo manera de que perdonara a su mujer. Furioso, dando enormes pasos que resonaban sobre las piedras del piso, con su mano alzada como para castigarla, echo a Painemilla, la mando a vivir a la cueva de los perros e hizo matar a los cachorritos. Painefilu, sombría, siguió viviendo en el palacio, cada vez mas callada, como si todo lo que había pasado pudiera tragárselo el silencio.
El agua del Huechulafquen se abrió para recibir el cofre donde dormían los hijos de Painemilla y sé cerro sobre el cubriéndolo de espuma. Pero la caja se asomo unos metros mas allá y se mantuvo milagrosamente a flote, entre las olas, nadando en círculos en los remansos, atascándose a veces entre las piedras y las plantas de la orilla... dicen que Antü, el padre Sol, desde le cielo, descubrió el cofre por el brillo de su cerradura de oro y decidió protegerlo, dándole calor o sombra según lo necesitara... hasta que, cierto día, un anciano que pasaba junto al lago vio el cajoncito brillante, muy cerca de la costa, entonces lo rescató del agua y lo llevo a su casa, admirado de su hermosa cerradura dorada, pero no lo abrió enseguida porque era hora de comer y no quería hacer esperar a su esposa.
La pareja comía su chaskiñ cuando escucho unos sonidos extraños, como el entrechocar de huesos, que provenían del cofre. Lo abrieron con cuidado y encontraron a los rubios mellizos de hermosos cabellos entre los cuales se destacaba, más largo y brillante, un pelo de oro.
Los viejos mapuches se asombraron mucho de los recién nacidos, que crecieron ostensiblemente apenas los alzaron del cajón. Y los criaron con amor, aun sabiendo que nunca serian como ellos esos extraños y hermosos niños que nunca comían, y que, sin embargo, se hacían tan esbeltos como hijos de dioses.
Un día, mientras el inca paseaba tristemente por las cercanías del lago, pensando, como siempre, en que era un padre sin hijos, un esposo sin esposa, vio a los mellizos que jugaban junto al bosque. Era un niño y una niña, que tendrían la edad de los suyos si estos hubieran sido humanos como se esperaba... quiso conversar con ellos y al acariciar la cabeza del varón, percibió en su palma el cabello de oro. Y de esa manera, en un instante, los tres se reconocieron. Pero el muchachito enfrento al inca con violencia:
- ¡No podemos llamarte padre! Echaste a mamá del palacio. Pasa frío y hambre entre los perros. Se abriga con un cuero y tiene que disputar la comida a los animales. Era una reina y vive peor que un perro, porque piensa y recuerda... Te repito: no podemos llamarte padre...sostuvo.
Continúa