Abres la puerta, con cuidado, con miedo. Los goznes chirrian y retorna a tu nariz un intenso olor, al que ya no sabes atribuirle nombre. ¿Qué era aquello? No sabes, pero te evoca tanto en tan poco tiempo...
Caminas, titubeando, vacilando, ¿seguro...? ¿Seguro que era este lugar? Recorres con la mirada el recinto. Cambias la pintura, los objetos, le esparces luz. Entonces si que empieza a sonarte. Pero todo es tan irreconocible. Acaricias un mueble, para ver si es real, para ver si es la mesa donde dejabas siempre las llaves, que luego nunca recordabas donde estaban. El polvo se adhiere a tu piel, dejando el inherente rastro del olvido en tus manos. ¿Qué ha pasado? Una sensación de extrañeza te invade. Te sientes como fuera del lugar, como un chopo en un desierto. No entiendes, no alcanzas a comprender. Oyes risas, risas que resuenan como cascadas impetuosas, rebosantes de agua y de vida, brillantes, límpidas. Se desvanecen al alcanzar tu tímpano. Sólo es el eco del recuerdo.
Una lágrima se cristaliza, y no llega a deslizarse, ni a romperse. Se queda ahí, hiriendo como una pequeña aguja de tristeza salada.
El tiempo y el espacio han cambiado tanto que no quieres entender. Ruinas, huellas desvanecidas de un pasado sonriente.
Quieres gritar, pero no sabes como. Tu voz, aquella voz, también se ha fugado. Con la vida y los colores, y el aroma de la alegría.

Y entonces descubres algo que detiene un momento la continuidad de tus latidos y deja por un instante un silencio eterno que paraliza el mundo.
No ha cambiado el lugar, has cambiado tú.