MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES

El bar de la Sandra, el de la Mari Carmen, el bar Barcelona, el Columpio, El Cañón... eran algunos de los infinitos locales de chicas que encontrabas en las calles de la ciudad colonial de Villa Cisneros. Una ciudad pequeña, pero blanca, limpia, ajardinada y con todos los servicios exigibles. Una ciudad habitada por funcionarios, comerciantes, profesionales especializados y familias de militares, amén de nativos saharauis que poblaban los arrabales.

Pero sobre todo, habitada por una población transeúnte de varios miles de legionarios, artilleros, infantes, marineros, soldados de aviación, policía territorial o tropas nómadas. Jóvenes españoles que prestaban su servicio militar en aquel lejano territorio. Jóvenes necesitados de un tiempo de ocio, de esparcimiento y de alterne.

Y ahí estaban ellas. Putas tristes, que habían dejado atrás vidas difíciles, amores contrariados, niños abortados. Vidas anónimas, que muy rara vez compartían y cuando lo hacían las adornaban para mitigar su melancolía, su añoranza, su soledad.

Ahí estaban ellas, bravas mujeres españolas en un territorio árido y desértico, convertidas en la única familia de los soldados. Sus confidentes, sus madres, sus amigas, sus amantes. Alguien con quien compartir una cerveza mientras se recordaba la belleza de los atardeceres en Finisterre o en el Albaicín frente a la Alhambra granadina.

Ahí estaban ellas, que nunca dejaban de visitar los cuarteles en las fiestas señaladas, en las Juras de Bandera o en esas fechas tan especiales como la Nochebuena, cuando se hace necesario romper la soledad. Y llegaban arregladas para ver los belenes de las distintas compañías y compartir un pedazo de turrón y un sorbo de champán.

Ahí estaban ellas, putas tristes con un corazón de oro.

Redacción para Bazar de Letras de la Universidad Popular de Cartagena, inspirándose en el título de una obra de Gabriel García Márquez

Imagen de la antigua Villa Cisneros, de internet